Como cada mañana el despertador sonaba para que Blanca
comenzara su día. Aunque afuera el sol aún no hubiera salido, en el
interior de su dormitorio la lámpara de su mesita de noche acababa con la
oscuridad.
Nada más levantarse tenía que encender incienso, en cada
una de las habitaciones de su piso, y pasear alrededor de ellas con romero,
algo que cuando era pequeña vio hacer a su madre todos los días, y que con el
paso de los años ella también aprendió, y aunque muchas veces había querido
deshacerse de esa manía, le había resultado imposible.
Mientras bebía el café del desayuno, creía escuchar a su
madre repetirle: “Blanca, es un ritual para ahuyentar a los malos espíritus, y
atraer la buena suerte”. Sonrió al recordar, era una mujer tan mística y
supersticiosa, que cuando Blanca alcanzó la adolescencia siempre se reía de
ella y le decía: “Ay, mamá, no deberías creer en todas estas cosas que no
llevan a nada”.
Después de desayunar, comenzó a arreglarse para ir a
trabajar, se vistió con un traje chaqueta, se maquilló de manera natural, se
puso sus tacones, que tan segura le hacían sentirse en el trabajo, cogió su
bolso, y cuando fue a salir de casa con la chaqueta, enganchó un jarrón que
tenía en la entrada, tirándolo al suelo. Entre un gran estruendo se hizo
pedazos. “Mierda” exclamó, pues ese jarrón le gustaba, fue un regalo. Miró el
reloj, si se paraba para recogerlo llegaría tarde al trabajo, y hoy tenía una
reunión.
Mirándose en el espejo de la entrada, para ver si estaba
presentable, se dio cuenta que al arrastrar el jarrón, este había roto a su vez
el espejo.
—Si mi madre viera esto, se llevaría las manos a la
cabeza, pero bueno, no pasará nada porque se haya roto un espejo. —Dijo
cerrando la puerta —. Al fin y al cabo solo ha sido un poco.
—Buenos días, Blanca —le dijo Anselmo, uno de sus
vecinos, un adorable ancianito, con un oído muy fino —, ¿estás bien? He oído un
estruendo en tu casa.
—Sí, yo estoy bien, don Anselmo, no se preocupe, es que
se me ha roto un jarrón y un poco el espejo.
—Pues eso son siete años de mala suerte, muchacha.
—No creo en esas cosas, don Anselmo, pero si tengo que
tener mala suerte, pues la tendré —respondió Blanca al adorable señor —, y
ahora me marcho a trabajar, que no quiero llegar tarde.
—Que tengas un buen día.
Blanca, dejó al anciano en la puerta de su casa, y se fue
a las escaleras, por el camino se dobló el tobillo, y no le extrañó, con la
rapidez que llevaba, y subida en esas trampas mortales, lo que le extrañaba es
que no le pasara algo peor. De camino al trabajo se encontró con un atascó que
la retuvo durante una hora, haciendo que llegara tarde al trabajo, por suerte
había podido avisar a su jefe de este hecho.
Lo primero que debía hacer era reunirse con su jefe,
salió contenta, algo que no sucedía muy normalmente. El resto de la mañana se
lo pasó entre albaranes y facturas.
A la hora de la comida se reunió con unas compañeras en
el comedor, se había llevado el tupper con una ensalada bien completa. Estaba
echándose la sal, cuando un compañero entró asustándolas. A Blanca se le
escurrió el salero, ocasionando que los granos blancos se esparcieran por la
mesa.
—Échate sal por encima de los hombros para evitar la mala
suerte —le dijo Lorena, su compañera y amiga dentro de su empresa.
—No creo en esas cosas —respondió Blanca —, la que sí que
lo haría, sería mi madre.
El resto de su jornada, para su suerte, pasó sin
contratiempos, más facturas y albaranes fueron sus compañeros. Debido a los
recortes, la compañera que tendría que estar ayudándola, había sido despedida
por lo que todo el trabajo recaía en ella. Blanca tenía miedo de ser la próxima
en ser llamada al despacho, y recibir la noticia del despido, se había
acostumbrado a vivir sola, y no quería tener que volver a casa de sus padres.
A las cinco y media de la tarde ya tenía todo el trabajo
hecho, y podría irse a casa, pero le quedaba media hora más de trabajo, así que
lo dedicó a ordenar un poco su lugar de trabajo. Al salir se encontró con el
empleado de mantenimiento, que la saludó como todos los días.
Llegó a su casa muy tranquila, el viaje de vuelta a casa,
había sido más tranquilo, no había pillado atasco, y aunque la tarde ya había
caído, las luces de la ciudad le hacían compañía.
Cuando entró en su casa, lo primero que vio fue la
oscuridad al fondo, y al encender la luz el jarrón roto en la entrada.
Encendiendo las luces del resto de su piso, se dirigió a la cocina, necesitaba
la escoba para recoger el estropicio.
Miró su reloj de pulsera viendo que eran las siete menos
cuarto, todavía tenía tiempo de llegar al gimnasio, para un poco de musculación
antes de la clase de boxeo de hoy. Blanca necesitaba el ejercicio para dormir
bien, los demonios la asaltaban en sus sueños, y el medico se había negado a
recetarle pastillas para dormir.
Blanca preparó su mochila con todo lo que necesitaba para
su tarde en el gimnasio, ese lugar se había convertido en su segunda casa, se
pasaba allí más tiempo que en su propio piso.
—Buenas tardes —dijo cuando llegó.
—Buenas tardes, Blanca —dijo Paula, la recepcionista.
—¿Han llegado ya los chicos?
—Solo Ricardo.
Blanca se alegró. Dentro de las amistades que había hecho
en el gimnasio, Ricardo era su mejor amigo. La hacia reír, de vez en cuando le
traía algún regalito, y por las noches la acercaba a su casa.
Se fue directa al vestuario de chicas donde no encontró a
nadie, a esas horas había pocas mujeres en él. O estaban dentro de alguna de
las clases, o todavía no habían llegado al gimnasio. Se preparó, y con premura
fue en busca de su amigo.
—Hola —dijo cuando entró en la sala.
—Hola preciosa —dijo cuando la vio —, hoy no podré
llevarte a casa, tengo el coche en el taller.
—Vaya, mira que algo me decía que tenía que traer mi
coche hoy —dijo ella entre risas, aunque en realidad le repateaba que no
pudiera acompañarla a casa.
—Te puedo acompañar andando, si te vas a sentir más
tranquila.
—No te preocupes, si me acompañas te desviaras mucho para
ir a tu casa.
—Ya lo hago cuando te llevo en coche —dijo él.
—Ya, pero cuando vas en coche, no se nota tanto.
El resto de chicos llegaron e interrumpieron su charla,
ella era la única chica y siempre que tenía que combatir lo hacía con el
profesor, ya que sus compañeros cuando habían combatido con ella siempre le
propinaban puñetazos muy flojos, o simplemente la dejaban ganar, ella estaba
cansada de decirles que no era ninguna princesa.
En la clase estaba bastante intranquila, que Ricardo no
pudiera llevarle a casa y que se hubiera olvidado en casa la patita de conejo
que su madre le obligó a llevar siempre encima, no dejaban que Blanca se
centrase, y José le propinó dos golpes que si los hubieran dado a mala leche la
hubieran dejado KO.
El profesor al comprobar que no estaba centrada y que
faltaba poco para terminar la clase, la mandó al vestuario. Se tomó su tiempo
en la ducha. Cuando salió del gimnasio Ricardo la estaba esperando fuera.
—Hola —saludó ella cuando lo vio, no se esperaba que
estuviera esperándole.
—¿No quieres que te acompañe a casa? —preguntó él.
—Te he dicho que no es necesario, nos vemos mañana.
Con un último saludo se despidieron. Blanca emprendió el
camino a su casa. Le hubiera gustado escuchar un poco de música para relajar la
tensión que recorría su cuerpo, pero prefería estar con los cinco sentidos
alerta, intuía que algo malo iba a pasar.
Para llegar a su casa de manera rápida, tenía que pasar
por una zona poco iluminada, era un pasaje formado entre varias fincas donde no
llegaba la luz de la calle, y en la poca iluminación que había algunas de las
bombillas estaban fundidas.
Aun así, tenía bastante prisa por llegar a casa, y ¿qué
podía pasarle? No había nadie, ella practicaba boxeo, y sabía cómo defenderse.
Aun así, Blanca aceleró el paso, cuanto antes cruzara antes podría
tranquilizarse.
Le faltaba la mitad del camino cuando unos pasos detrás
de ella le indicaban que alguien la estaba siguiendo. Ella se puso alerta, si
tenía que luchar lo haría, no llevaba mucho de valor encima para que le
robaran, pero a estas alturas de la vida, un móvil se vendía bastante bien en
el mercado negro.
Blanca no se dio la vuelta, igual era incluso una
paranoia de su cerebro, no era la única persona que paseaba por la calle,
podría ser uno de los vecinos que fueran a su casa.
No vio la cara de su agresor, tampoco lo vio venir, solo
noto como le asestaban una puñalada por la espalda. No era policía, pero Blanca
supo que aunque el agresor se había llevado su móvil, alguien quería hacerle
daño. También supo, sin ser médico, que si nadie pasaba por allí y llamaba a
emergencias, ella moriría.
La oscuridad, a la que tanto temía desde bien pequeña,
ahora la acogía en su manto. Mientras caía al suelo, pensó en sus padres, en
sus compañeros de trabajo, en sus amigos, en sus compañeros del gimnasio. El
último pensamiento fue para Ricardo.
—Blanca —creyó oírle gritar a lo lejos.
Sonrió, dejándose llevar por un velo negro.
FIN
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